Érase una vez una niña enamorada de un
muerto.
Enamorada del amor que ese muerto le
procuraba, enamorada de sus palabras, sus gestos y sus miradas.
Érase una vez una niña enamorada de un muerto
y enamorada del amor.
La niña vivía sola en un bosque de almas en
pena donde nadie creía en el amor y eso siempre la entristecía mucho.
Una vez mientras recolectaba sus pequeñas
flores la niña se cruzó con el muerto.
La niña se extrañó de su presencia y le
preguntó quién era.
Él le respondió que qué raro que no lo
conociera cuando era él quien iba a acompañarla en el viaje de su vida.
La niña no entendió sus palabras cuando éste
las dijo, pero le sonrió y enseguida se hicieron amigos.
Tal como el muerto había dicho, juntos de
dedicaron a viajar por el mundo entero.
El muerto siempre cuidaba de la niña y la
llenaba de atenciones.
La niña estaba feliz de poder compartir el
amor con el muerto.
Un día la niña cuando trepaba por una
montaña, cayó por un barranco y se rasgó el cuerpo con una piedra.
El muerto enseguida corrió en su búsqueda
para salvarla y ver que si se encontraba bien.
La herida de la niña sangraba mucho pero el
muerto logró curarla con todo su amor.
En esa noche y a partir de cada gota de
sangre derramada nació Bobó, símbolo
del amor que la niña y el muerto compartían.
Las aventuras siguieron y los dos amigos
seguían experimentando y disfrutando de la vida.
Un buen día en un frío invierno la niña se
enamoró de un animal y el animal se enamoró de ella.
Juntos eran dos salvajes endiablados que tan
solo pensaban en jugar y hacer travesuras.
El muerto los miraba de lejos y callaba
mientras movía la cabeza; y entonces, la niña, con una sonrisa juguetona le
enviaba uno de sus más tiernos guiños.
El muerto entonces bebía vino tinto y miraba
al cielo, hablaba con las otras almas y dejaba hacer.
Una noche con su copa en la mano encontró a
la niña sentada sola a la vera del mar.
Se acercó a ella y le acarició el lóbulo de
la oreja.
Le dijo ‘¿cómo estás princesa?’ y entonces
vio que sus ojos estaban tristes.
La niña empezó a llorar muy desesperadamente y
le contó su historia de amor y dolor con el animal.
Una historia que el muerto ya sabía pero que
quiso escuchar una vez más.
Con las palabras más dulces de la tierra el
muerto abrazó a la niña y la calmó con su ternura.
Se tumbaron y hablaron de amor y de amar.
El muerto decía que él estaba enamorado del
amor y que eso era lo más grande que podía haber.
La niña se conmocionó con esas palabras y se dio
cuenta que ella también sentía lo mismo.
Se dio cuenta que ella estaba enamorada del
amor, y no del animal.
Que el amor estaba por encima del animal y de
todo lo demás.
Entonces, el muerto y ella se miraron a los
ojos y se convirtieron en cómplices del amor.
Los dos sabían qué era el amor y eso se convirtió
en el gran secreto de su corazón.
Un día la niña se despertó y el muerto ya no
estaba.
¿Es que había estado soñando?
A partir de entonces empezó a dibujar al
muerto en su memoria.
Recordaba tantas cosas con él…
Pero ¿dónde estaba ahora?
El muerto ¿no existía?
El corazón de la niña latía con fuerza violenta
sin saber qué pensar.
El amor que sentía por el muerto la golpeaba
por dentro.
Y su gran secreto quería escapar.
Los días pasaron y el muerto no aparecía.
Poco a poco la niña perdió la esperanza de
volverlo a ver.
Tuvo entonces que aceptar que el amor y la
muerte no se podrían separar nunca jamás.
Pues la muerte representaba el amor y el amor
al muerto.
(A Skal, pour toujours dans
mon coeur)
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